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De vez en vez, nos conmovemos ante la sucesión de hechos que se nos antojan imposibles de concebir en la realidad, hechos de sangre a los cuales no les encontramos ni pies ni cabeza, porque son totalmente carentes de un sentido mínimo de coherencia o razón; hechos que se antojan realizados por seres que no son de este mundo, que carecen del más elemental sentido del raciocinio, seres para los que la piedad o el amor al prójimo resultan cosas ininteligibles, superfluas o, sencillamente, no existen en su código de valores.

Ante sucesos como estos, no es posible evitar la reacción que, a nuestra naturaleza de seres pensantes corresponde, la indignación.

Si, la indignación, porque la indignación es una respuesta necesaria, racional, sana.

Si alguna vez perdemos esta capacidad de indignarnos, la perdición de la condición racional humana estará muy próxima a su fin.

Y afirmo esto con total convicción, y lo hago porque estoy totalmente indignado, justamente indignado, humana, sensible y racionalmente indignado, ante la acción de unos seres a quienes se ha encomendado precisamente la seguridad de sus semejantes. Y cuando ocurren hechos así, lo mínimo que podemos hacer, es indignarnos.

El día 21 de julio pasado, por el Parque de San Juan, un joven de veintitrés años caminaba quitado de toda pena; se dirigía a una entrevista de trabajo.

No estaba causando mal a nadie, no había vulnerado ningún derecho de un semejante, vamos, ni siquiera había mal mirado a una persona que se hubiera cruzado en su camino; cuando de pronto, uno seres escapados de no sabemos que averno, se cruzaron en su camino, lo levantaron sin razón, y después de abusar de él sexualmente, le cayeron a golpes, y con ello, le arrebataron la vida.

Y esos infames, no tenían razón alguna para perpetrar este crimen deleznable, lo hicieron al calor de no sabemos que impulsos irracionales y sanguinarios, que no obedecen a lógica alguna, a moral de ninguna clase, al más elemental sentido humano.

Estos bárbaros irracionales, cometieron un crimen atroz, contra una persona totalmente libre de toda culpa; y esto, constituye un hecho muy grave para nuestra sociedad.

Además, derivado de este hecho, se suceden una serie de cosas que le van agregando elementos negativos al crimen y que sacan a flote una serie de prejuicios, irresponsabilidades, negligencias y otras lindezas más, que abonan en la descalificación de todo lo que rodeo a este hecho lamentable.

Unos policías municipales, hombres a quienes se ha encomendado la guarda y seguridad de los ciudadanos de Mérida, miran caminar por la calle a un joven de veintitrés años, y no sabemos a resultas de qué, lo encuentran sospechoso.

¿Sospechoso de qué? ¿Sospechoso por qué?

No hay respuesta alguna a estos cuestionamientos, pero no conformes con ello, sus mentes retorcidas se encienden de deseo carnal, y claro, tiene al joven totalmente a su merced, y como lo más natural, sacian sus más bajos instintos en la persona de su víctima inocente; pero no conformes con ello, arremeten a golpes contra él, que nada les ha hecho y le causan lesiones internas que lo llevarán a la muerte.

Pero abonan más a su crimen, lo llevan a los separos, y ahí lo violan de nuevo.

El joven, grita de dolor y desesperación, pero nadie hace nada en su auxilio.

Y esto, involucra a más gente de la corporación policíaca, además de los criminales patrulleros.

Se agrega al crimen los delitos de complicidad y encubrimiento de otros oficiales de la Policía Municipal de Mérida, que atestiguaron o supieron de estos hechos.

Pero esta historia truculenta, tiene otros episodios.

El muchacho solicita el auxilio de su madre, que presto viene en su ayuda.

Lo lleva al Hospital General “Agustín O’Horán”, donde los atiende un médico, que, al constatar la violación, lo primero que pregunta a la madre es si su hijo es gay.

¿A qué obedece esa pregunta? ¿El hecho de que el joven sea o no homosexual cambia el carácter de delito de la violación? ¿Será que a lo mejor, lo hace entendible, justificable?

El terrible prejuicio de la homofobia ha dicho presente.

Pero se agrega otro delito, el de la negligencia médica.

El galeno que ha atendido al muchacho lo da de alta sin más ni más, sin un reconocimiento profundo que hubiera hecho evidentes las lesiones internas que le arrebataron la vida.

La negligencia del médico tratante abona al desenlace fatal.

Madre e hijo, se apersonan a una mesa del Ministerio Público a poner una denuncia, y ahí se ordena un reconocimiento por un médico legista que, al percatarse de la gravedad del caso lo remite de nuevo al O’Horán, no sin antes insistir en la preferencia sexual del joven.

La maldita insistencia en subrayar la condición o no de gay, como si esto abonara algo al caso.

¿O será para culpabilizar de alguna manera a la víctima?

¡Claro, si es gay, se comprende a los policías! ¡Se hace lógica y coherente su actitud en esas mentes retorcidas!

Pero se da el caso de que, José Eduardo Ravelo Echavarría, no era gay, no era un delincuente, era un joven veracruzano que había venido a Mérida, a la ciudad más segura del país, porque a pesar de esto lo es, en busca de un mejor nivel de vida, y no unos bandidos, no unos delincuentes consuetudinarios, sino unos guardianes de la ley y el orden le quitaron la vida, y eso es muy grave para nuestra sociedad.

¡Qué lejanos nos parecían los asesinatos de George Floyd, Breona Taylor, Eric Garner, Michael Brown y otros afroamericanos más en manos de la policía de los Estados Unidos de América!

Pues ahora, nuestra Policía Municipal se pone a la altura de un país del primer mundo, y nos regala con un crimen atroz, con un crimen totalmente irracional.

Nuestras primeras autoridades, estatal y municipal, han ofrecido aplicar todo el peso de la ley, les patentizamos un voto de confianza.

Esperamos que así sea, que el castigo a estos seres nefastos sea ejemplar y contundente, como para que, algo como esto, no vuelva a repetirse jamás.

Qué la justicia, debe ser igual para todo el mundo, que un muchacho, sea gay o heterosexual, debe recibir el mismo trato y respeto por parte de todos.

El crimen perpetrado en José Eduardo, es un crimen irracional pues no obedece a móvil alguno, y eso lo hace terrible, y esto mismo puede sucederle a mi hijo, a tu hijo, al de cualquiera, y eso nos hace ser parte interesada en dar puntual seguimiento al caso, ser una ciudadanía atenta y observante que constate el correcto, justo y preciso desenlace de este caso, con el objeto de que, un crimen irracional como este, no vuelva a darse en la ciudad más tranquila de nuestro país.

De todos nosotros depende que así sea.

Mérida, Yuc., a 8 de agosto de 2021.

Ariel Avilés Marín./ Agencia DHM/NEWS…

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